Cuando pienso en Ariana, mi hija menor, pienso en su personalidad chispeante, alegre y vivaz. Sin embargo, hubo un momento en que esta personita pudo no llegar a ser.
Mi segundo embarazo fue muy tranquilo, no tuve mayores molestias ni complicaciones, Ariana se desarrollaba bien y siguiendo las pautas esperadas. Llegué y pasé la semana 40 sin señas de que ella quisiera salir al mundo, pero de acuerdo a los exámenes que me realizó la doctora no había de qué preocuparse.
Así llegó el 25 de mayo, día en que me realicé una valoración fetal que indicaba que el estado de mi hija era el esperado y que era cuestión de horas o días para que venga al mundo.
Efectivamente, esa misma noche empecé la labor de parto. Había decidido que, al igual que con mi primera hija, este sería un parto normal, así que cuando empecé a sentir las contracciones cada 8 o 10 minutos llamé a mi doctora para decirle que estaba en labor de parto y que salía para el hospital.
Cuando llegué todo transcurrió con normalidad, la Dra. y el personal médico se preparaban para un parto de rutina, hasta que me sometieron a un monitoreo fetal, y entonces la doctora descubrió que no se sentían los latidos cardíacos de la bebé. Analizó el líquido amniótico y encontró meconio, signo de sufrimiento fetal, y empezó a preguntarme si había sentido movimientos fetales a lo largo de la tarde, puesto que en la mañana todo había estado en orden. Yo no sabía que responder, me exprimía el cerebro pensando en si había sentido moverse a Ariana y no encontraba respuesta que me calmara y me permitiera decirle que si, que mi bebé se había comportado normalmente esa tarde.
En ese momento todo se transformó, lo que había sido una preparación rutinaria se transformó en una emergencia, mi ginecóloga salió a la sala de espera a comunicar a mis familiares de que había una complicación y a pedir autorización para una cesárea de emergencia. Me llevaron a un quirófano para practicarme la cirugía. Yo me sentía como en shock, no podía creer que lo que hasta hace unos minutos era apenas una espera para ver a mi hija, se hubiera transformado en una pesadilla, con el riesgo de que ella no existiera más.
Una vez aplicada la anestesia epidural mi doctora empezó la intervención. Había un silencio completo en la sala, no se oía más que los equipos médicos y a mí me daba miedo preguntar qué estaba ocurriendo, sólo veía el reloj que me decía que eran las 10:30 de la noche y que esos eran los minutos más largos de mi vida. A mi lado se encontraba el anestesista y junto a la doctora una enfermera y una auxiliar.
Todo fue muy rápido y en menos de 5 minutos la doctora ya había alcanzado a la bebé, la sacó y al mismo tiempo que el anestesiólogo me decía: "está bien señora, su bebé está bien" yo la escuché llorar y empecé a llorar yo también, dejando salir el miedo que me había guardado los minutos previos a la intervención. La doctora me tranquilizó y me dijo que todo estaba bien con Ariana, que no me preocupara y todo el personal pareció cobrar vida luego de ver que la bebé estaba viva y bien, las enfermeras empezaron a charlar y el anestesiólogo a dar las órdenes necesarias. Todo parecía recobrar vida luego de haberse detenido por unos minutos.
Por suerte el proceso no afectó para nada a mi Ariana, quien hoy transmite vida y alegría por donde va. La doctora no está segura de porqué se dio este problema, tiene la teoría de que la bebé no respondía bien a las contracciones y suspendía los latidos cardíacos durante las mismas, pero es una explicación que realmente no me interesa más, lo único importante es que Ariana salió bien de la situación.
Hoy doy gracias a Dios, a la vida y a mi doctora, que me permitieron tener junto a mí a quien considero una de las bendiciones más grandes de mi vida: mi hija Ariana.